Viajar en el metro es por una parte sorprendente, como viajar en una caja del tiempo, después de permanecer, no se sabe cuanto tiempo en un mismo lugar, en una misma caja, se emerge de las profundidades en otro lugar con otras características, con otra gente, con otros olores. Por otra parte, es inevitable regresar al mismo lugar del cual se parte, después de ejercer nuestro vagabundeo por no se sabe donde, irremediablemente nos encontraremos en la misma dirección pero en sentido contrario; al parecer cada día nos encontramos en un enorme laberinto en el que se disuelve entrada - salida.
Andar en la ciudad es como transitar por donde las distancias temporales se encogen o se alargan. Tan lejos, tan cerca; tan cerca y tan lejos. El sin fin de viajes y lugares conocidos se multiplican en potencias de diez, cada vez se pisa territorio desconocido. Por el contrario sucede también, que como vagabundos dentro de un gran mounstro, acabamos por articularnos a una maquinaria que cada día nos dicta un mismo ritmo, en una misma dirección, en un mismo ‘orden’, con poca voluntad en miras de conocer otra forma de sobrevivir o construir la misma, como otra ciudad, como otra vida, fuera del comenzar de nuevo.
Dentro de la vitrina recorrí continuamente el circuito por tiempos de dos a cuatro horas, en cada vuelta dejaba una marca, raya. Cada cinco vueltas anotaba la hora de ese momento.